lunes, 26 de noviembre de 2012

TAMALES

A tía Dominique las Soeurs de la Charité la empujaron hasta el cadalso. A la joven Dominique Tamalet no le gustaba rezar, coser ni tejer; jamás llegaría adonde llegó madame Chanel. Alta, delgada, frágil y asustada por el mayo francés, la joven se embarcó rumbo a Buenos Aires. Su primer desamor en altamar fue un porteño milonguero que bailaba y mentía en el barco. Como Argentina era demasiado grande, pasó a Chile donde encontró un pequeño cónsul mexicano. Cuando lo perdió, voló a Panamá, trabajó en un bar, aprendió inglés con el barman –un lindo negro de Nueva Orleans– se casó con él, estudió jazz y le dio una hija, linda como su tata. Tía Dominique consiguió actuar en un crucero, pero no precisamente de actriz. Bajó en Martinica y se dedicó a un empresario abandonado por su mujer. Este hombre alcohólico y dadivoso le dio plata para que fuera a visitar a su hija en Francia. Viajó pero a Jamaica y comenzó una carrera profesional. Modificó su pasado y de pronto, enviudó de José Obregón Salido, imaginario embajador mexicano que no pudo divorciarse para casarse con ella. En los bares del Caribe a fuerza de propinas comenzaron a llamarla señora embajadora. Con la ayuda de un mapa y siguiendo un orden alfabético, ejerció en las islas que comenzaban con la letra A. Si bien no consiguió nada como la gente en Anguila ni en Aruba, la letra B fue generosa con ella: un industrial inglés en Bahamas, un comerciante holandés en Bonaire y un banquero suizo en Barbados. También tuvo éxito en las islas Caimán y Curazao y con el sudor de su frente, pudo comprarse un velero. De ahí en adelante, se dedicó a ordenar a las islas por vírgenes y santos. El negocio estaba en las Islas Vírgenes, San Martín, Santa Lucía, San Bartolomé, etc. La tía como embajadora es única, rebajarla a mesalina o a bataclana sería desconocer su poder de negociación, su talento para establecer un diálogo oportuno, su encanto para crear una química o empatía con el otro y no perder el tiempo, ya que tiene la voluntad imperfecta de saber lo que quiere, un defecto que no es su perdición sino su ganancia, como el vicio de tocar la flauta que para la música es virtud. Al final, ya no bebe ni baila, sólo conversa y fuma. Cambió el piano por la computadora y se olvidó del jazz y se olvidó de cantar y de llorar. Como vive sola, no ensucia y siempre está ocupada. No limpia, casi no cocina, aunque algo aprendió en Panamá, hacer tamales y hacer dinero.

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