A tía Dominique las Soeurs de la Charité la empujaron hasta el cadalso. A la joven Dominique Tamalet no le
gustaba rezar, coser ni tejer; jamás llegaría adonde llegó madame
Chanel. Alta, delgada, frágil y asustada por el mayo francés, la
joven se embarcó rumbo a Buenos Aires. Su primer desamor en altamar
fue un porteño milonguero que bailaba y mentía en el barco. Como
Argentina era demasiado grande, pasó a Chile donde encontró un
pequeño cónsul mexicano. Cuando lo perdió, voló a Panamá,
trabajó en un bar, aprendió inglés con el barman –un lindo negro
de Nueva Orleans– se casó con él, estudió jazz y le dio una
hija, linda como su tata. Tía Dominique consiguió actuar en un
crucero, pero no precisamente de actriz. Bajó en Martinica y se
dedicó a un empresario abandonado por su mujer. Este hombre
alcohólico y dadivoso le dio plata para que fuera a visitar a su
hija en Francia. Viajó pero a Jamaica y comenzó una carrera
profesional. Modificó su pasado y de pronto, enviudó de José
Obregón Salido, imaginario embajador mexicano que no pudo
divorciarse para casarse con ella. En los bares del Caribe a fuerza
de propinas comenzaron a llamarla señora embajadora. Con la ayuda
de un mapa y siguiendo un orden alfabético, ejerció en las islas
que comenzaban con la letra A. Si bien no consiguió nada como
la gente en Anguila ni en Aruba, la letra B fue generosa con
ella: un industrial inglés en Bahamas, un comerciante holandés en
Bonaire y un banquero suizo en Barbados. También tuvo éxito en las
islas Caimán y Curazao y con el sudor de su frente, pudo comprarse
un velero. De ahí en adelante, se dedicó a ordenar a las islas por
vírgenes y santos. El negocio estaba en las Islas Vírgenes, San
Martín, Santa Lucía, San Bartolomé, etc. La tía como embajadora
es única, rebajarla a mesalina o a bataclana sería desconocer su
poder de negociación, su talento para establecer un diálogo
oportuno, su encanto para crear una química o empatía con el otro y
no perder el tiempo, ya que tiene la voluntad imperfecta de saber lo
que quiere, un defecto que no es su perdición sino su ganancia, como
el vicio de tocar la flauta que para la música es virtud. Al final,
ya no bebe ni baila, sólo conversa y fuma. Cambió el piano por la
computadora y se olvidó del jazz y se olvidó de cantar y de llorar.
Como vive sola, no ensucia y siempre está ocupada. No limpia, casi
no cocina, aunque algo aprendió en Panamá, hacer tamales y hacer
dinero.
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