Un huevo no
desaparece por arte de magia. Un huevo se puede pintar, envolver,
romper, usar, comer, tirar o esconder, pero siempre tiene que quedar
una prueba, aunque sea la cáscara. Un huevo entero no se evapora,
se seca, se pudre o se calcina, pero algo queda. Un huevo, ya sea en
estado sólido o líquido, no pasa al estado gaseoso. Un huevo no se
va al cielo, por más creyente que sea.
Estas palabras
con hambre eran escuchadas por él. Las decía un superior que
estaba lleno. Le entraban por un oído y le salían por el otro;
eran sólo palabras. Él se hacía fuerte y esperaba días y semanas
que algún conocido usara un huevo para pedirle la cáscara. En el
depósito de la cocina del hospital eran severamente rigurosos con el
inventario de los huevos. (“Un huevo no desaparece.”, “Un huevo
no se va al cielo.”). Con suerte y viento a favor, teniendo los
productos para reponer, podría hacer el cambiazo. Juntaba las
cáscaras de tres huevos y con pegamento, artesanía y paciencia,
unía las partes y los restauraba. Entonces, sacaba subrepticiamente
del depósito tres huevos frescos y sanos, y en sus lugares dejaba
los tres productos de fantasía. Nadie debía notar a simple vista el
reemplazo audaz. En cuanto a los ostiones, por unos pocos pesos los
podía conseguir en el puerto. ¿Podría llevar tres ostiones? Más
de una vez no le quisieron cobrar esos tres ostiones. La vez que
pidió seis, le cobraron el doble y no pudo decir nada. Para la
preparación del esperado omelette de ostiones era mejor que en casa
no hubiera nadie y que hubiera algo de aceite. Menos mal que siempre
había algo que era eterno o casi eterno, la sal. El omelette lo
preparaba en secreto y no dejaba ninguna huella, se deshacía hasta
de las valiosas cáscaras. Una vez al mes, cuando llegaba la fiesta
para el paladar, él se olvidaba del arroz y de los frijoles y era el
hombre más feliz de todo el Malecón, pero tenía que guardar
silencio, como en el hospital.
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