En la patriótica
ciudad de San Miguel de Tucumán siempre hay música, amor y trabajo.
Las casi treinta señoritas que trabajaban en lo de doña Molina
estaban dispuestas a formar compañía de baile folklórico y
presentarse en el cabildo tucumano con número musical. Era principio
de marzo y hasta el 9 de julio, tenían tiempo para organizar la
movida y ensayar gatos, chacareras y malambos. Ejercer el oficio más
viejo del mundo no les impediría salir airosas en el desafío de
presentar el proyecto a la Comisión de las Fiestas Oficiales de la
Gobernación de la Provincia de Tucumán. El pedido en cuestión lo
firmaron como trabajadoras sociales. Doña Molina, que tenía el
desmayo difícil, cuando supo que sus pupilas bailarían frente a la
Presidenta de la República el Día de la Independencia durante el
cumpleaños de la Patria, se puso pálida, le bajó la presión y se
desmayó. Cuando llegó la ambulancia, la doña se despertó, volvió
en sí y comenzó a dar órdenes. Vio en el camillero y en el chofer
de la ambulancia dos clientes con algo de dinero y los hizo pasar
para que fueran atendidos con descuento.
Belisario
Ledesma, ilustre rufián del Jardín de la República, patrón de la doña y dueño del inmueble donde funcionaba el quilombo, también
se emocionó con lo del baile patriótico y prometió ayuda moral y
financiera a sus chicas federales. Así las llamaba porque habían
llegado desde de todas la provincias argentinas, aunque no pocas
habían venido engañadas y otras tantas, sin documentación, y las
menos, con pedido de captura o buscadas por el Departamento de
Investigaciones de Ministerio del Interior del Gobierno Nacional; no
obstante, para la policía tucumana, ellas no eran o no estaban.
Ledesma sabía moverse con dádivas, disimulo y cautela. Lo
importante era que no hubiera escándalos ni sangre para que el
negocio funcionara al servicio de los clientes.
En abril las
chicas ensayaban en el patio todos los lunes bajo la dirección de un
joven profesor de folklore a quien pagaban en especie. El primer gran
ensayo con público lo realizaron en la localidad de Tafí del Valle
a total beneficio de una escuela rural. Ese lunes 25 de Mayo,
fecha patria y feriado nacional, fue un debut promisorio. Una de las
chicas de Buenos Aires había conseguido
que un cliente generoso pusiera a disposición del grupo un modesto
ómnibus que las llevó y las trajo de Tafí el mismo día. Otros
clientes aportaron dinero para pagar el combustible; y otros, las
vituallas. En esa presentación las chicas lucieron vestuario y
calzado donado por la señora del gobernador, amén de unas largas
carteras hechas con el mismo percal, prendas que al final del acto
revolearon como sello propio del rubro callejero. Alguien bautizó al
grupo como “Las chicas de los billetes” y bajo ese nombre,
en junio y a pedido de la gobernación volvieron a presentarse ante
un público expectante. El aplaudido evento se realizó en la cárcel
para festejar el Día de la Bandera. La idea de adornar
los vestidos con billetes de $ 50 y $ 100 fue de la doña. Los
clientes se entusiasmaron en aportar papel moneda y hasta don
Belisario colaboró en esa decoración.
El gran día
llegó con júbilo y como el espectáculo estaba marcado para las 15
horas, a la una el cuerpo de baile ya estaba almorzando una
deliciosa carbonada preparada con carne de ternera, cebolla, tomate,
pimentón, papas, choclos, zanahoria y orejones de durazno, plato que
fue servido en calabazas, las que previamente habían sido ahuecadas
y cocinadas con algo de azúcar en el horno de barro que estaba en el
patio y donde también se habían preparado empanadas tucumanas para
el trayecto. Una de las pupilas se había agenciado una damajuana de
vino riojano que las puso más alegres que de costumbre. Sin tiempo
para ninguna siesta, a las dos de la tarde se subieron al transporte
del amigo, el que meses atrás las había acercado hasta Tafí del
Valle. La doña vestida de seda y enjoyada se sentó cerca del
chofer para seguir dando órdenes. En efecto, a los pocos minutos
ordenó regresar a casa para ir al baño. Unos espantosos dolores de
vientre le avisaban que los orejones de la carbonada querían salir
galopando. –¡Que nadie se baje! fue la orden de la jefa que
entró dando un portazo. Por la dosis de laxante involuntariamente
ingerido, doña Molina iba a estar sentada un rato largo en el trono.
Entonces, el bus en lugar de ir hacia el cabildo patriótico se
dirigió hacia Monteros, un pueblo no lejano donde otro transporte,
preparado para viajes de larga distancia, esperaba a las pasajeras
con parientes masculinos avisados de antemano. Con destino a Buenos
Aires, el ómnibus se llenó de abrazos, lágrimas y besos que
recibieron a las bailarinas fugitivas. Después de kilómetros de
alegría en la ruta, aún seguían contando la película y antes de
pegar un ojo para intentar dormir algo, todavía tenían que enviar
mensajes por teléfono, dar cuenta de las empanadas, brindar con lo
que tenían a mano y con todas esas emociones juntas, entonar el
Himno Nacional. En el Día de la Independencia y haciéndole
honor a su nombre, ese 9 de Julio fue un día de buen
provecho, el plan Calabaza había funcionado:
“Calabaza, calabaza, cada una pa’ su casa”.
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