Gracias haber sido
invitado al congreso literario “Doscientos escritores, doscientos
temas”, pasé un fin de semana en Asunción, donde nunca había
estado; será por eso que a la ciudad la encontré bastante cambiada.
Un poeta paraguayo que no había terminado de conocer en la Feria
Internacional del Libro de Buenos Aires fue el responsable de mi
participación y ese viernes a la tarde me buscó en el aeropuerto.
Apenas nos dimos un abrazo, me puso en su auto y velozmente me llevó
al Gran Hotel. No pudimos seguir conversando porque debía volver al
aeropuerto a buscar más Nerudas y más Skármetas que venían desde
Chile en el último vuelo desde Santiago. En el hotel tuve tiempo para refrescarme y presentarme en el
“Carmelitas Center” para la cena de bienvenida. Detesto la
Edad Media y las monjas, pero no encontré ninguna en el restaurante
que era atendido por camareras que trabajaban para el infierno.
Durante las milanesas nos pusimos al día con el programa y aunque ya
lo habíamos recibido por correo, había sido corregido y aumentado
para nuestro mayor espanto. Mesas redondas, charlas, paneles,
conferencias, presentación de libros y lecturas nos iban a
“evangelizar” como a los guaraníes en el siglo XVII. Esa
esclavitud no nos dejaría tiempo para visitar los lugares que
hubiéramos querido. Además, un amigo periodista gastronómico me
había preparado una lista de “imperdibles” donde podría probar
platos regionales. Corté por lo sano, me declaré católico y me
borré de una mesa de lectura que estaba pautada para el domingo a
las diez de la mañana bajo la excusa de tener que asistir a misa. La
ardua jornada del sábado nos volvió a todos protestantes y todavía
nos faltaba concurrir a la cena de gala en el restaurante “Le
Moustier,” donde comeríamos como pecadores gourmet. Para no
dormirme como un budista, me bañé, me vestí y revisé mi correo
por Internet. Allí encontré un spam con un aviso de bocados típicos
paraguayos con entrega a adomicilio. Lo que probé lo dejaré para el
final de este microrrelato. El domingo amaneció lloviendo y estuve
en la catedral quince minutos, tiempo que en una iglesia con un dejo
jesuítico equivale a una larga hora hindú. Luego, fui a orar al
Museo del Cabildo y después, a comulgar en lo de “Ña
Eustaquia” donde probé una Sopa Paraguaya de la hostia. Ese
domingo a las 13.30 debíamos almorzar en la Casa de España donde
nos esperaba el agregado cultural español que nos ofreció tapas.
Gracias a “Ña Eustaquia” fui uno de los pocos que no
estuvo voraz y que no participó en ninguna de las avalanchas.
Volvamos al sábado a las 20 horas. Ya me había bañado y cambiado
para ir a la cena de gala y mientras revisaba el correo descubrí el
spam que ofrecía “delivery” de delicias paraguayas. Me llamó la
atención el nuevo lenguaje electrónico usado en el anuncio, ya que
“so#@ #@r@w@&@” siginificaba Sopa Paraguaya; “t==r”
quería decir tereré; y “$#@” equivalía a Chipá. Escribí un
mail a la dirección indicada pidiendo 6 “$#@” y aclaraba
que tenía poco tiempo para probar lo que sería un aperitivo, ya que
a las nueve de la noche tenía que asistir a una cena. A los quince
minutos el conserje, que al mismo tiempo que me trataba de usted me
tuteaba, me llamó para avisarme que había llegado “tu pedido” y
que por favor, bajara con U$S 18. Me pareció un poco caro. No
obstante, busqué un billete de 20 U$S y dejaría dos dólares de
propina. Recibí “la cajita feliz” y en el ascensor de regreso a
mi cuarto se me hacía agua la boca imaginando que al fin probaría
chipás auténticos hechos con harina de mandioca. Sin embargo, lo
que había recibido del joven motoquero fue una cajita de madera muy bien lustrada, que
aún conservo, con toscanos. Eran seis caños de marihuana de un
tamaño habano Cohiba Churchill. Menos mal que el humo alcanzó para
los doscientos.
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